Mis abuelas, el Arte y yo…

Mi abuela Bibi tenía en la parte de arriba de su closet, un pequeño maletín negro  –que creo que en algún momento fue parte de esos regalos que vienen con una o dos botellas de alguna bebida y alguna otra cosa “a juego” como vasos, copas o sacacorchos— lleno de cartas. No de “epístolas”, debo aclarar, sino de juegos de cartas. La mayoría eran infantiles. Con el distintivo logo de letras raras que ponía “Fournier”, se leían títulos como Familias del Mundo, en el que había que reunir a la pareja de esquimales que estaban en una carta, con los niños esquimales que estaban en otra, o a la pareja de mexicanos, con sus respectivos hijos ataviados todos con trajes típicos; o Parejas de Animales, donde teníamos que unir las cartas del caballo y la yegua, el gallo y la gallina o el burro con la mula, cosa que años después descubrí que era un grave error, pero que de niña me parecía de lo más normal. También había otros juegos de cartas como Pasajes de la Biblia, en el que había que reunir todas las cartas que formaban una historia bíblica como la de El hijo pródigo, o La multiplicación de los Panes, y alguno que otro menos profundo como El Patito Feo, o Caperucita Roja, donde se trataba de formar las distintas secciones en la que el cuento se había dividido. El punto es que aquella maleta era para mí un conjunto de magníficos mundos, a los que accedía cuando Bibi la bajaba de encima de su closet y tenía la paciencia de sentarse con una hiperquinética niña a jugar por horas. Fue así como aprendí de religión, de distintas culturas, de colores, de números… y todo sin saber que estaba aprendiendo, porque para mis 7 u 8 años, no entendía el concepto de “aprender jugando”.

En esa misma maleta, había otro juego que nunca me llamaba la atención. A diferencia de las cajas de cartón coloridas, con ilustraciones infantiles y pequeñas de los otros juegos, esta era una caja plástica negra, en la que parecían caber dos de los juegos infantiles, uno al lado del otro y con la ilustración de una pintura de unos hombres que parecían estar reunidos en una escena que a mí no me parecía para nada divertida. Bibi nunca sacaba esa caja, nunca me hablaba de ella y nunca intentaba que jugáramos, hasta que un día yo, con más o menos 11 años, le pregunté por él. Su cara se iluminó un poquito y me explicó: “Ese es un juego que me regaló tu papá el año que tú naciste. No podemos jugarlo ahora, porque no pueden jugar solo dos personas, pero si quieres el domingo jugamos. Se llama Pintorama”. Y el domingo, que se reunía la familia a almorzar, Bibi sacó el juego y conocí Colecciones Pintorama o Pintorama, para los amigos. Para mí sorpresa, todos en casa se alegraron de la decisión. Quizás sonaré un poco dramática con esta afirmación, pero a partir de ese momento, cambió parte de mi vida y comenzó a forjarse mucho de lo que soy hoy, porque ese día comencé a enamorarme del Arte.

Colecciones Pintorama es un juego de cartas, cuya dinámica es básicamente la de “Vete a pescar”: yo te pido una carta, si la tienes me la das y juego de nuevo, si no, pierdo el turno y juega el siguiente y la finalidad es reunir un grupo de cartas iguales o parecidas, solo que en este caso, en vez de un grupo de números, o palo de la baraja o color, se trata de colecciones de pintores. Entonces, en vez de pedir “dame todos los 6”, dices “dame La Virgen de las Rocas de Leonardo Da Vinci” y cuando reúnes toda la colección de Da Vinci, la bajas. Mi amor por el juego fue inmediato, lo jugaba con mi familia paterna, con mis amigos, con mi familia materna… jugábamos por horas, muchas partidas, todos se divertían y la pasábamos bien. Y así conocí a Picasso, a Da Vinci, a Corot, a Goya, a Velázquez, a Michelena y a muchos más. Una vez, jugando con amigos de mi tío Rafi, uno de ellos —Tuto—, se quedó sin cartas y siguió jugando, pidiendo las cartas que había memorizado ¡Fue un descubrimiento! ¡si memorizaba las cartas, podía jugar más tiempo! Descubrí entonces que la foto en la caja era Jesús y los mercaderes de El Greco y comencé a pasar tiempo tratando de identificar las imágenes ya borrosas de aquellos cuadros magníficos, en aquella representación del tamaño de una carta y aprendiendo las obras y los nombres de los pintores. Buscaba desesperada, cada vez que conseguía un libro de arte, si había alguno de los cuadros del juego en un tamaño más grande, y así conocí otros cuadros y otros pintores.

La primera vez que vi uno de los cuadros “en vivo”, fue en un paseo que hice con mi otra abuela, la Nena, a mis 12 años. Fuimos al Museo de Ciencias Naturales, a visitar a mi tío Lancini y al salir, la Nena me dijo que quería enseñarme algo. Cruzamos la plaza de los Museos hasta la Galería de Arte Nacional y luego de pasar varias salas, me dijo “mira”… y ahí estaba: Miranda en La Carraca, de Arturo Michelena. Ya no era esa imagen borrosa de la carta, era un cuadro enorme –a mi parecer– y pude detallarlo y admirarlo. Pero también estaba El Niño Enfermo, La Caridad y La Vara Rota. Y caminando un poco más me encontré con La Miseria, La Taberna y El bautizo de Cristóbal Rojas. Todos estaban en Pintorama. Ese día, nos solo vi la maravilla de los cuadros, también entendí que cuando en el juego de cartas, debajo del nombre del cuadro ponía “Museo de Louvre” o “Museo del Prado” o “Galería Uffizi”, se refería a un lugar único y mágico en el mundo, donde esa figura borrosa que yo veía en la baraja, se convertía en una realidad enorme que podía ver y disfrutar. Y así gracias a la acción conjunta, aunque no premeditada (creo yo), de mis dos abuelas, comenzó mi amor por los museos.

Cuando “apareció” internet, mis primeras “navegaciones” fueron buscando los Museos del mundo. Recuerdo claramente cuando El Prado activó su página web. Tenía al alcance de un click a La Maja Desnuda y a su par menos impúdica. Podía ampliar y detallar las pinceladas de Rubens (mi pintor favorito) y verlas al tamaño del monitor. Busqué y busqué las imágenes y me topé con aquel Jesús y Los Mercaderes que cubría la caja que tantas maravillas me había enseñado y que estaba en la Galería de Arte Nacional de Londres.

El juego de cartas se había ido deteriorando. Me cansé de buscarlo en todas partes. La caja tenía un número telefónico de Caracas que solo tenía 6 números y ya no existía. En internet no había ni rastro. Lo sacaba ocasionalmente para que jugáramos en familia o con amigos cercanos, con la respectiva advertencia de “cuidado con las cartas”. Decidí comenzar a hacerlo, pero iba agregando y agregando cartas sin saber por cuáles decidirme.

Más tarde tuve la oportunidad de visitar El Prado y ver La Meninas, El Conde-Duque de Olivares, La Fragua de Vulcano, 2 de Mayo… y muchos más de los cuadros que veía en Pintorama.

El Toledo vi El entierro del Conde de Orgaz y El expolio, entre otras obras de El Greco.

Enseñé a mis hijos a jugar y les sembré la curiosidad de ver esas maravillas “en persona”. Los había llevado en Caracas a la GAN, pero todavía eran pequeños y no habían jugado el juego. Ya más grande los llevé al Prado y se emocionaron conmigo al ver a aquellos “amigos” allí, frente a ellos: El Martirio de San Andrés y La Inmaculada de Bartolomé Murillo, El Cacharrero de Goya, Venus y la Música de El Tiziano…

Recorrí Uffizi viendo las maravillas de obras de arte y buscando aquellas con las que crecí: El Nacimiento de Venus de Sandro Boticelli, La Anunciación de Leonardo da Vinci, La Coronación de la Virgen de Fra Angélico…. Me emocioné y el guía se emocionó conmigo al verme llorar, quizás pensando que lo hacía por lo “sublime” del arte, sin entender que en realidad, lo hacía por el reencuentro con tantos amigos de mi infancia.

Decidí retomar la idea que tuve hace tiempo de hacer el juego para buscar la forma de imprimirlo. Tengo cientos de cartas hechas con nuevas obras de los mismos pintores, nuevos pintores y hasta una versión con esculturas y espero poder decidirme a cuáles poner y hacer una versión para continuar jugando.

Hace poco, mis hijos y yo, estuvimos en Louvre (La Gioconda de Da Vinci, La Bella Jardinera de Rafael, Vista de Marisel de Corot, Autorretrato de Rembrandt, El Hombre del Guante de El Tiziano) y D’Orsay (Emilo Zolá de Edouard Manet, La Bailarina del Ramillete de Degas, Los Jugadores de Cartas de Paul Cezanne). Caminaron kilómetros dentro de esos museos, cansados, con calor, pero escucharon y celebraron cada uno de mis momentos de emoción, de mis explicaciones, de mis suspiros de admiración. Reconocieron muchos de los cuadros o los pintores del juego sin que yo les dijera y se encontraron a su vez, con su propio gusto por el arte.

Faltan muchos museos y muchas obras por ver, pero me siento feliz de que lo que un día una de mis abuelas comenzó a través de un simple juego de cartas y la otra continuó parándome frente a un cuadro, he podido sembrarlo en mis hijos. Un legado que sé que será para toda la vida.

Gracias Bibi, gracia Nena.

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La librería

La primera vez que lo vio levantar la mirada del libro que estaba leyendo, fue la segunda vez que coincidieron. Una niña de no más de 13 años, había entrado en la librería preguntando si tenían El Conde de Monte Cristo en los libros de segunda mano y él había levantado levemente la mirada de las páginas del segundo volumen de En busca del tiempo perdido de Proust y le dedicó una mirada por encima de las gafas y un casi imperceptible gesto de aprobación con la boca. Fue allí cuando dedujo que le gustaban los clásicos de la literatura, porque cuando entró aquel chico preguntando por Harry Potter y las reliquias de la muerte o la mujer que preguntó por Los siete maridos de Evelyn Hugo, no dio ningún tipo de señal de interés.

Había quedado realmente impresionada la primera vez que lo vio en la librería. Ella solía ir una que otra tarde, husmeaba un poco en el segundo piso donde estaban los libros usados y tras escoger alguno, bajaba a la cafetería a pedir su leche y leche para luego sentarse en la terraza superior a leer unas dos horas. Luego volvía a casa andando y regresaba otro día hasta terminar el libro. Podría haber leído en su casa, pero le gustaba el ambiente de la librería. Rara vez iba los jueves, pero ese día había tenido un día muy cargado de trabajo y decidió permitirse su nuevo pequeño ritual. Traía consigo Villa Diamante de Boris Izaguirre, que había comprado la visita anterior por 3 €, y mientras esperaba su café, sintió un sobresalto cuando oyó su voz gruesa desde el otro lado de la barra: “Un cortado, por favor”. Giró ligeramente la cabeza y vio el primer volumen de Proust puesto sobre la barra, con unos dedos tamborileando sobre la cubierta dura del libro. No pudo evitar subir la mirada para ver a quién pertenecía aquella mano que se le antojaba bastante sexy y varonil y se topó con un hombre alto, de nariz aguileña, mentón ancho y labios gruesos. A través de las patas de las gafas, podían verse algunas líneas de expresión y unas cuantas canas poblaban el abundante cabello oscuro, entre liso y ondulado. No pudo ver sus ojos, porque no volteó la mirada y ya ella llevaba unos cuantos incómodos minutos parada allí sin hacer absolutamente más nada que no fuese escudriñarlo. Tomó el leche y leche y subió a la terraza con la esperanza de que él también lo hiciera, pero no fue así. Poco le prestó atención al libro aquel día. Intentaba adivinar cuál sería su nombre, pero no podía decidirse por ninguno de los que pasaron por su mente. Luis, muy corto; Carlos, muy común; Mateo, muy bíblico; Esteban, muy rimbombante… cuando ya estaba dándose por vencida, pensó en Alejandro y le pareció que efectivamente tenía cara de Alejandro. Resultó que Alejandroestaba sentado en una mesa cerca de la barra de la cafetería, cuando ella bajó de la terraza con la excusa del calor. Se acercó a la barra, pidió una botella de agua con gas y se sentó en una mesa en el extremo contrario del salón, pero Alejandro nunca levantó la vista de su libro. En dos oportunidades escuchó la vibración del móvil que él tenía puesto encima de la mesa, pero Alejandro nunca hizo ademán de responderlo o revisarlo. Ese día se fue a casa pensando si volvería a verlo. Volvió el viernes, pero él no estaba. No creyó que fuese a ir el sábado, pero “por si acaso”, pasó un momento de camino al súper.

El lunes y el martes, tampoco apareció Alejandro y el miércoles se autoconvenció de que era una locura que estuviese “cazando” a alguien que no conocía, que no la había mirado y que probablemente no volvería a ver.

El jueves volvió, más por el hecho de que había terminado el libro de Izaguirre que por la idea de encontrarse con él. Subió al segundo piso y bajó las escaleras con un ejemplar de Malena es un nombre de tango de Almudena Grandes, dispuesta a pedir su café y subir a la terraza, y entonces lo vio: allí estaba Alejandro, en la misma mesa que el jueves anterior, con su café y su móvil y aquel segundo tomo de Proust. Llevaba una camisa de cuadros y unos vaqueros y leía ensimismado hasta que entró la niña y preguntó por el libro de Dumas. Así que viene los jueves, fue lo que pensó.

Comenzó a leer (o a intentar leer) el libro y de tanto en tanto le echaba una mirada por encima de las páginas. Ahora sí podía verlo bien de frente y le pareció bastante atractivo. Le pareció que podría ser abogado o arquitecto y que debía ser buen cocinero. También pensó que era más de vino que de cerveza y que seguramente dormía del lado derecho de la cama y que le gustaba el lado frío de la almohada. Se rio un poco de sí misma al darse cuenta de que estaba haciendo conjeturas sobre la vida y los gustos de una persona con la que jamás había cruzado una palabra, pero lo llamó un “ejercicio de creatividad”. Ese día se fue a casa con el marcalibros a muy pocas páginas del comienzo del libro, pero divertida por sus propias ocurrencias. 

La semana fue difícil y no pudo volver sino hasta el jueves cuando de nuevo se topó con Alejandro y de nuevo no avanzó mucho en el libro que leía, mientras le dedicaba más tiempo a fantasear sobre la vida de aquel hombre que no le dirigía ni una mirada.

El fin de semana, procuró avanzar lo que debía haber leído ese día, para poder terminar el libro en una semana (que era lo que se había propuesto hacer con cada libro) así que el jueves siguiente ya lo había terminado.

Luego de dar una vuelta por el segundo piso, se decidió por Emma de Jane Austen, que ya había leído en su adolescencia y le pareció apropiado para la poca concentración que había tenido últimamente. Al bajar, allí estaba Alejandro, en la misma mesa. Había dejado olvidado a Proust y ahora estaba embutido en La Montaña Mágica de Thomas Mann. Pensó que dejar la obra cumbre de Proust para saltar a este libro que a ella le parecía más bien deprimente, no era una buena señal. Viéndolo desde la mesa, pensó que en realidad no era tan atractivo como le había parecido y que tenía los ojos muy juntos. Pensó que el hecho de solo venir los jueves a la librería era una señal de que quizás no tenía mucho tiempo libre porque seguramente trabajaba de más y que, probablemente, nunca tendría tiempo para viajar y jamás entendería que alguien quisiera ir a latitudes remotas para ver una aurora boreal, no porque fuera hermosa, sino simplemente por el hecho de ser única. Trató de concentrarse en el libro de Austen, pero se dio cuenta de que a sus cuarenta y pocos, ya no le parecía tan interesante como le pareció a sus 17. Cerró el libro y se dirigió a la barra, para preguntar si podía cambiarlo, porque “había recordado que ya lo había leído”. La dependiente le dijo que no había ningún problema y tomó el libro para volver a catalogarlo. Ella decidió ir los aseos antes de buscar otro libro y al salir del cubículo del baño se vio en el espejo y se sintió como una verdadera tonta. Había pasado 3 semanas de su vida imaginando la vida de un extraño y esto la había hecho descuidar la meta que se había propuesto de retomar la lectura y leer un libro semanal. Se reprochó a sí misma en el espejo, usando calificativos como “infantil”, “inmadura” e incluso “inocente”. Terminó de lavarse las manos y salió decidida a conseguir el libro que volviera a lograr engancharla. Pasó por el lado de la mesa donde había estado sentada y vio, entre su cartera y su café un ejemplar de El Cantar de los Cantares. Lo tomó en sus manos, sorprendida, y miró a su alrededor pensando que alguien se había equivocado de mesa. Al girar la cabeza, su mirada se topó con los ojos de Alejandro que estaba parado justo a su lado: “He notado que esta semana tenías problemas para decidir y me tomé la libertad de sugerirte este” dijo con una media sonrisa que a ella le pareció encantadoramente tímida. “Me llamo Sergio” agregó tendiéndole la mano. Ella extendió la mano y le dijo su nombre, devolviéndole la sonrisa mientras pensaba en cómo decirle que ya había leído ese libro y cómo haría para evitar el llamarlo “Alejandro”…

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Cita

Sentía un calor sofocante mientras atravesaba el aeropuerto desde la terminal donde había desembarcado, hasta la puerta por la que debía tomar el vuelo siguiente. El avión en el que venía se había retrasado y no tuvo tiempo de quitarse el suéter cuello alto que traía para protegerse del frío del avión. Iba a paso acelerado, rodando con una mano el pequeño carry-on que traía como equipaje y en la otra, el abrigo y la bufanda, porque sabía por experiencia que le esperaba frío y lluvia en su destino final. Pensó que hasta hacía apenas 4 años no había viajado nunca sola y de hecho, le aterraba la idea, pero ahora disfrutaba muchísimo tomar un avión con sus auriculares puestos oyendo música y pasar ese rato sola con sus pensamientos.

Llegó a la puerta indicada justo cuando estaban a punto de cerrar. Unos minutos después, estaba instalada en su asiento mientras despegaban. Un poco más de una hora de viaje la separaba de esa cita a la que no podía faltar, aunque sabía que no la esperaban.

Estaba segura de que él no estaría allí. Había puesto tanto empeño en que la odiara, como un tiempo atrás lo había hecho en conquistarlo. Se lo debía, le había prometido que le haría ese regalo, su ausencia absoluta, sólo que nunca se detuvo a pensar qué iba a pasar cuando él la odiara y ella siguiera amándolo, pero ya lo hecho estaba hecho, así que sabía con total certeza que él no estaría allí. Tampoco era que hubiesen hecho realmente una cita, pero siempre había oído que las personas vuelven a dónde un día fueron felices y estaba segura que, al menos esa vez, ambos lo habían sido. Había repasado mentalmente todo lo que diría si lo encontrara parado frente a la barra de aquel bar. Había sentido su olor, escuchado su voz, temblado ante su contacto. Hacía mucho que había entendido y aceptado que no tenía otra opción, que sus vidas se habían cruzado no por casualidad, sino por destino y que no había otra salida para ella, porque también había entendido que él jamás iba a entender su amor.

La voz del piloto anunció que estaban prontos a aterrizar y recomendó tomar precauciones porque el clima, de por sí lluvioso y frío, estaba particularmente inclemente. Un murmullo de inconformidad general se escuchó, sin embargo, ella sonrió, porque esperaba el frío y la lluvia, no podía ser de otra forma.

Unos 20 minutos después, estaba parada frente al aeropuerto esperando un taxi. La primera vez que hizo ese recorrido —también en un taxi—, era un poco más de medio día e iba con él, ahora iba sola y estaba a punto de oscurecer, pero la lluvia y el frío eran los mismos. En la radio se oían noticias sobre el anuncio del plan de vacunación que se implementaría en enero próximo y el taxista le hizo algún comentario sobre el tema, que ella no escuchó, pero al que respondió asintiendo con una media sonrisa, señal suficiente para que el señor —prudente como buen vasco— entendiera que no estaba de ánimos para una conversación.

Cuando el taxi se detuvo frente al Hotel, ya no llovía y al bajarse sintió que su corazón le daba un vuelco y por un momento pensó ¿qué hacía ella allí?. Estuvo a punto de decirle al taxista que la llevara de vuelta al aeropuerto, pero entonces giró su cabeza buscando ver el mar. Ya había oscurecido, pero se veían las luces del paseo costero y por un momento, una nube dejó espacio a la luz de la luna, que permitió entrever su reflejo en el mar y volvió a sentir la emoción de la primera vez.

Hizo los trámites en la recepción y subió a la habitación que había reservado. No tardó mucho en dejar el equipaje y volver a salir. Hacía mucho frío, pero no llovía, así que acomodó el paraguas en su brazo e instintivamente, revisó su móvil, aunque sabía que no estaría el mensaje que esperaba. Caminó por el paseo que bordeaba la bahía y atravesó la plaza frente al ayuntamiento. Hubiera querido detenerse, pero sintió que se le hacía “tarde”, aunque no había ninguna hora específica en la que debiera llegar a una cita con ella misma. Entró en el callejón de piedra y se fijó en la tipografía de los anuncios de los bares y locales que se encontraban de lado a lado. Sonrió. Casi al final del callejón, divisó el bar. Pensó que quizás se había equivocado, porque le pareció que era más pequeño de lo que lo recordaba, pero levantó la vista y miró el nombre correcto. Era ese, sin ninguna duda. Sintió su corazón latir más y más fuerte. Se acercó a la máquina de cigarrillos y compró una cajetilla de Marlboro. Hacía años que no fumaba, pero tomó la caja y la guardó en el bolsillo del abrigo. El local no estaba lleno, había personas sentadas en la barra y había algunas mesas vacías. Encontró una silla alta desocupada frente a la barra y se acomodó allí, ni siquiera se quitó el abrigo, sólo se sentó y pidió una caña. El hombre del otro lado de la barra, le sirvió la cerveza y le regaló una sonrisa. Le pareció que era el mismo hombre que los había atendido años atrás, aunque no podía asegurarlo y sintió el impulso de contarle la historia, pero simplemente le respondió la sonrisa y le dio las gracias. Tomó el vaso en sus manos y se volteó a mirar hacia el interior del bar. Tres hombres sentados en una mesa conversaban en voz alta. Uno contaba una historia de un día de tormenta en el mar, mientras estaba en un barco de pesca. Contaba cómo se movía el barco y hacía el movimiento característico con el cuerpo, mientras los otros se reían escandalosamente. En la mesa contigua, una pareja intentaba conversar algo que parecía ser serio. Era una pareja joven y la mujer intentaba escuchar lo que su compañero le decía por encima, de las risas y los gritos de la mesa de al lado. Dos mesas más allá, dos chicas sentadas una al lado de la otra se besaban y se acariciaban con ternura, mientras un hombre mayor que tenía la mascarilla puesta por debajo de la barbilla, les lanzaba miradas de desaprobación desde el lado opuesto de la sala. Parecía un día cualquier, en una ciudad cualquiera, en un bar cualquiera. Pero no lo era para ella.

Tomó el último trago y vio una mesa desocupada. Le dijo al hombre de la barra que iba a pasarse a la mesa y le pidió otra cerveza y dos pintxos. Debía haber cambiado la cerveza por otra cosa, lo sabía, pero ante la perspectiva de volver sola al hotel, prefirió no mezclar. Se sentó en la mesa y respiró, respiró profundamente. Había pensado que el estar allí la haría sentirse triste, pero por el contrario, se sentí llena, feliz y disfrutó la sensación.

Dos horas más tarde, caminaba de vuelta. Se sentó en un banco de la plaza y cerró los ojos por un momento. Oyó el ruido del mar, la risa de una pareja que se decía palabras de amor sentados en otro de los bancos, la bocina de un coche, el ladrido de un perro. Abrió los ojos y caminó hacia el paseo marítimo. Tuvo la misma sensación que tuvo la primera vez, de que algún día viviría en esa ciudad. El cielo se había despejado y la luna se veía hermosa sobre la bahía. Siguió caminando y sintió la brisa fría acariciar su rostro y por un momento, le pareció escuchar su voz llamándola. Sonrió, porque entonces tuvo la certeza de que en ese instante, en esa milésima de segundo, él había pensado en ella. Y fue suficiente…

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Tesoros…

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La caja de sus tesoros, era más bien pequeña. La sacó de su mesa de noche y prendió la luz de la lámpara para poder ver en la oscuridad de la noche. La abrió con emoción y tocó suavemente las cosas que habían dentro: un corcho de alguna botella de vino que tomaron juntos en alguna ocasión, el esqueleto frágil de una flor, una tarjeta de cartulina blanca de hilo que pedía un beso con las letras de una máquina de escribir y una foto de esas de mala calidad que toman en la entrada de algún evento, que guardó simplemente porque le gustaba la cara de felicidad de ambos. Eso era todo lo que había en la caja, pero no eran todos sus tesoros, porque los más importantes eran los que estaban en su memoria. Miles de recuerdos llegaban y desfilaban por su mente, esperando que aquella noche, ella decidiera escogerlos. Y así se asomaban imágenes del mar, de una playa desierta donde las caricias los hicieron volar; una visita fallida a un restaurante chino, donde no pudieron pasar de dos bocados, pero rieron a carcajadas mientras juraban que más nunca volverían; su abrazo y sus palabras cuando le prometía que todo saldría bien, cuando ella moría de la angustia porque al día siguiente a él lo operarían y ella no podría estar ahí; Una llamada de larga distancia solamente para decirle “te amo”…

Eran demasiados recuerdos y todos querían aparecer primero. Era una ciudad, un río, una iglesia, una catedral. Una autopista, una guitarra, una canción. Otra autopista, otra canción. Eran sus ojos, sus besos, sus abrazos. La alegría y la tristeza. Un “despacio” que sabía que más nunca volvería a repetir, como tampoco repetiría un te amo. Incluso, un recuerdo sin recuerdo, porque jamás supo lo que verdaderamente pasó. Una plaza, un ayuntamiento, una promesa, un mojito, un vermouth… había tantos que siempre le era difícil elegir qué quería recordar y sin embargo, siempre lo hacía, siempre escogía uno.

Aquella noche, se quedó con un abrazo entre sábanas, cuando después de quedar rendidos por tanto amor y tantas caricias, solo le dijo al oído “te voy a amar toda la vida” y ella supo que también lo haría.

Volvió a guardar la caja y apagó la lámpara. Se acomodó en la cama y cerró los ojos para poder ir al único sitio donde él la abrazaba de nuevo y volvía a decirle que la amaba…

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Olvido

No hay pruebas. No hay una sola evidencia de mi paso por tu vida, que no sea las que quedaron en tu piel y que el paso del tiempo hará borrar.

Nadie puede decir que nos amamos, que reímos, que retozamos por horas el uno en el otro, perdidos en nuestras propias fantasías y hundidos en nuestras propias miradas.

No hay una imagen que nos recuerde o un testigo que nos delate, más allá de una plaza, el mar o la brisa.

No hay un solo vestigio de mi transitar por tu vida, nada que te recuerde cuánto te amé, que evidencie cuánto nos amamos…

No hay una sola prueba de mi cuerpo temblando sobre el tuyo, de tus dedos enredados en mi pelo o de tu aliento susurrándole palabras a mi espalda.

Nada… solo el dolor del olvido.

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Silencio

Saludo al silencio como a un viejo conocido.

Conozco lo que grita y conozco lo que calla.

Conozco cuando abraza y acaricia sin palabras, cuando estira sus brazos que no conocen distancias y une en un beso a dos seres que se aman.

Entiendo cuando grita el más profundo amor y cuando prefiere callar las preguntas que no tienen respuesta, los reproches que hieren aunque sólo intentan explicar la tristeza que producen las ausencias.

Lo he visto a los ojos y me he sentido segura, cuando entiendo que las palabras no pueden decir más de lo que dice su mirada, que sus lágrimas se llevan las dudas y que su abrazo suave nos protege del frío.

Lo he saludado como a un amigo, que me dice lo que necesito y no lo que quiero oír, pero que también es capaz de mentirme para evitarme un sufrimiento innecesario.

Y también lo he odiado, cuando quiero respuestas y no las tengo, cuando necesito un “te amo” que se escuche y atraviese toda mi alma.

Entonces, paciente, me toma de nuevo entre sus brazos, me consuela y seca una a una mis lágrimas, con recuerdos disfrazados de razones y “te quieros” escondidos tras momentos.

Y de nuevo le doy la bienvenida y lo saludo como a un viejo amigo…

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Quedas

Y un día te das cuenta que ya no eres, que ya no estás,

que cada caricia en la piel se desvanece dejando solo una marca gris y vacía,

porque ya no puedes tocar, porque aún si pudieras,

ese toque ya no dibuja, ya no es, ya no está..

Y cierras los ojos y los llenas de besos que ya no están,

de sueños que ya no son y de roces que ya no harían sentir

como lo hacían antes, aunque pudieses tocar.

Y no importa cuánto grites, cuanto llores, cuanto ames,

nadie te oirá, porque los oídos se han vuelto sordos,

las miradas se han vuelto ausentes y las palabras, témpanos de hielo

sobre los que te deslizas para caer una y otra vez,

hasta que decides ya no levantarte.

Porque ya no eres, ya no estás, ahora simplemente quedas…

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Espera

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Me siento en la primera mesa que consigo fuera del café. Hace frío y quizás la elección lógica hubiese sido en las mesas de adentro, sobre todo considerando que llegué con 40 minutos de anticipación, pero últimamente no me siento muy lógica. Un mesonero se acerca y me pregunta qué voy a tomar y solo respondo: “espero a alguien, gracias”, y me suena tan irónica la respuesta… ¿espero a alguien? o quizás el punto es que hace rato dejé de esperar…

Reviso el móvil, más por costumbre que por otra cosa, porque sé que no tendré un aviso de “voy llegando” o “estacionando” o “¡vaya! Estoy retasado y me muero por verte…” (eso sería una sorpresa) pero al menos puedo distraer un rato mi mente con lo que pasa en el mundo.

Cambio de opinión. Llamo al mesonero y le pido que me traiga un café. Nunca tomo café. Al menos eso me digo, porque la verdad es que lo que tomo es unas mezclas de café instantáneo con chocolate, a lo que cualquier barista o amante del café jamás osaría llamar “café”, pero la realidad es que, aunque me encanta su aroma, detesto su sabor.

Me cuesta creer que es la primera vez que vamos a vernos. Si fuera un poco más de hablar de vidas pasadas, diría que nos conocimos en la anterior y en la anterior a esa y quizás en todas las anteriores. Y no lo digo por un tema romántico, de almas gemelas y seres que se amaron y se consiguen en los confines de las dimensiones y las vidas pasadas, lo digo porque es imposible sentirse tan a gusto con alguien que no conoces. Hay dos opciones, o estás poniendo en esa persona todo lo que te hace sentir confortable, con el riesgo de decepcionarte terriblemente cuando lo conoces, o estás completamente loco. Concluyo que estoy loca, aunque quizás no lo estoy del todo, porque está también ese sentimiento de no pertenecer, ese que a veces me hace sentir como una intrusa en un espacio en el que me siento tan a gusto, ese que me resuena por el hecho de que yo quiero saber todo y tú no quieres saber nada.

Pienso en la sensación de cuando estás comenzando una relación con alguien y se queda por primera vez en tu casa. Sigue siendo tu casa, son tus cosas, te es familiar, te sientes “cómodo”, pero si necesitas pararte al baño a media noche, te detienes a pensar si molestarás a la otra persona, si lo despertará la luz o si haces mucho ruido. Eres por un momento un intruso en tu propia comodidad.

Veo el reloj. Llevo apenas 20 minutos sentada en el café. Todavía faltan 20, por lo menos. Por un momento pienso en pagar e irme, no entiendo qué hace que esté sentada en un café esperando a alguien que no conozco y que me hace sentir como una intrusa. ¿La expectativa, la duda, la curiosidad… la esperanza? Seguro que es la esperanza. La misma que lleva siglos causando estragos, desde que quedó encerrada en aquella caja con la única cruel y devastadora finalidad de manipular y manejar a los mortales a su antojo.

Pruebo el café. Se siente bien tomar la taza caliente con mis manos frías. Pienso en que su sabor puede reconfortarme en ese momento, pero ante el primer sorbo se quema mi lengua y deja esa sensación de tener esa parte adormecida. Debo haber hecho algún gesto de dolor, porque el mesonero se apresura y me pregunta si quiero un vaso de agua. Le sonrío y le digo que no. Él me devuelve la sonrisa. Dejo el café. Definitivamente no soporto su sabor. Veo el reloj, faltan 15 minutos.

Sonrío pensando que para mí el olor y el sabor del café, son como estar enamorada. El olor me atrae, me hipnotiza, me provoca. Me parece seductor. El olor hace que mi mente siempre piense que “este” si sabe bien, que me gustará y que me volveré café-adicta. Y así me dejo llevar, dispuesta a probarlo, convencida de todas sus virtudes. Luego lo pruebo y veo la realidad, comienzo a ver los defectos, a darme cuenta que no sé si puedo soportar una taza completa de ese sabor amargo (si no tiene azúcar) o tan empalagoso (cuando la tiene). Hago el intento, le echo leche, chocolate, crema, para engañarme disimulando su sabor. Lo tomo por días, hasta que termino hastiada del sabor y con una gastritis que me hace jurar que más nunca volveré a tomar café. Decreto que dura solo hasta la siguiente vez que siento su aroma.

10 minutos. Me emociono. Llegarás pronto. Siento el corazón latir más rápido. Pienso en qué sentiré cuando te vea. Recuerdo aquella canción pavosísima de Montaner “… si me roza la boca es porque quiere algo más, eso me puede enamorar…” y recuerdo los delirios de adolescente, soñando con esas citas románticas en las que el primer hola define todo.

5 minutos… llamo al mesonero… “¿quiere algo más?

“Sí… la cuenta…”

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Llegó el día…

Tuve una infancia feliz. Crecí montada en una mata de mango, comiendo mamón y fruta de pan. Nadando en Isla Larga y cantando canciones viejas mientras mi mamá tocaba la guitarra a las 2:00 de la mañana en la Plaza Bolívar de Puerto Cabello (Mi Puerto Cabello, pedacito de cielo…). Corrí por los campos de Golf del Club que está en Caribe, cuando nos pasábamos por la reja del Hotel Palm Beach, donde iba con frecuencia con mi mamá. María Soledad, se llamaba mi amiguita de aventuras y allí me enamoré por primera vez a los 7 años de un niño de ojos verdes que tenía 5 o 7 más que yo y que hoy es mi amigo en Facebook. Era feliz cuando mi mamá nos levantaba un sábado a las 6 de la mañana y decía “párense que vamos para los Médanos de Coro”, o Mochima, o Puerto La Cruz, o Barquisimeto… En una ocasión fuimos ida por vuelta a Boca de Uchire porque mi mamá quería comprar camarones en El Hatillo, en otra fuimos un fin de semana a Río Caribe porque a Rodrigo (mi papá por elección) lo habían nombrado padrino del hijo de algún bombero. 24 horas y media nos tardamos una vez hasta Mérida viajando con el equipo de softbol de los bomberos, gracias a los traspiés del autobús en el que íbamos. Llegamos directo al estadio y casi perdimos el juego por forfait. Y así conocí Venezuela, y así aprendí a amarla. Vivía en las playas de La Guaira con una careta y unas chapaletas, agarrando cualquier animal que me encontrara en el mar. Rodrigo me bautizó “Jacustona” (parafraseando el nombre de Jack Custeau). Y amé cada rincón de este país maravilloso, de su mar, de su tierra, de sus llanos, de sus montañas, de su gente. Quizás el sentimiento comenzó a mermar un poco cuando en el 2002, 5 hombres armados entraron en la casa que con mucho esfuerzo mi familia había comprado en la playa y nos tuvieron más de una hora secuestrados. Sin embargo, cuando nacieron mis hijos, traté de enseñarles lo hermoso de Venezuela y de inculcarles el amor por esta tierra. Pero tengo que confesar que fracasé. Mis hijos no aman Venezuela como yo la amé a su edad y no lo hacen, porque es difícil amar a quien cada día te agrede, te ofende, te minimiza, te aterra. Mis hijos no disfrutan Venezuela, la padecen, y estoy segura de que a los hijos de muchos de nosotros les pasa lo mismo, y estoy también segura de que sus padres lo ven con la misma tristeza que lo veo yo.

Hace un tiempo tomé una decisión, una que me costó muchísimo. Decidí que mis hijos merecían tener una mejor vida y que para mi dolor, eso no ocurriría en Venezuela. Y desde ese momento, ellos y yo, hemos recorrido un camino difícil para llegar al día de hoy. Hace solo dos semanas estábamos frente a una maleta, decidiendo qué vida debíamos llevarnos y cuál no podíamos. Pasé las manos por mis cosas y me encontré decidiendo si podía llevar la engrapadora que era de mi bisabuelo, o mi caja de creyones Prismacolor, o aquel libro en el que mi querido Dr. Consalvi hizo una bellísima dedicatoria. A mis hijos les tocó despedirse de sus amigos, de sus maestros, de sus abuelos, de su papá… todos con palabras de buenos deseos para esconder un poco las lágrimas que produce la incertidumbre de no saber cuando los vas a ver de nuevo, cuánto van a crecer mientras tanto o en qué momento se convertirán en mujer u hombre, lejos de la que fuese su vida. Es duro, muy duro. Es duro dejar atrás a las personas que amas, que más feliz te hacen. No puedo decir que estamos tristes, porque no lo estamos. De hecho estamos muy esperanzados ante este nuevo reto y este nuevo comienzo. Mis hijos tienen sueños, expectativas, planes. Es solo que me hubiese encantado que las tuvieran viviendo en Venezuela.

Deseo profundamente que en la distancia aprendan a amar a este país que yo amé desde cerquita. Y que tal vez un día decidan que quieren volver, cuando Venezuela ya no los agreda y vuelva a ser la de mi niñez.

Hasta pronto Venezuela, ojalá algún día podamos reencontrarnos…

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Llegó el día…

Tuve una infancia feliz. Crecí montada en una mata de mango, comiendo mamón y fruta de pan. Nadando en Isla Larga y cantando canciones viejas mientras mi mamá tocaba la guitarra a las 2:00 de la mañana en la Plaza Bolívar de Puerto Cabello (Mi Puerto Cabello, pedacito de cielo…). Corrí por los campos de Golf del Club que está en Caribe, cuando nos pasábamos por la reja del Hotel Palm Beach, donde iba con frecuencia con mi mamá. María Soledad, se llamaba mi amiguita de aventuras y allí me enamoré por primera vez a los 7 años de un niño de ojos verdes que tenía 5 o 7 más que yo y que hoy es mi amigo en Facebook. Era feliz cuando mi mamá nos levantaba un sábado a las 6 de la mañana y decía “párense que vamos para los Médanos de Coro”, o Mochima, o Puerto La Cruz, o Barquisimeto… En una ocasión fuimos ida por vuelta a Boca de Uchire porque mi mamá quería comprar camarones en El Hatillo, en otra fuimos un fin de semana a Río Caribe porque a Rodrigo (mi papá por elección) lo habían nombrado padrino del hijo de algún bombero. 24 horas y media nos tardamos una vez hasta Mérida viajando con el equipo de softbol de los bomberos, gracias a los traspiés del autobús en el que íbamos. Llegamos directo al estadio y casi perdimos el juego por forfait. Y así conocí Venezuela, y así aprendí a amarla. Vivía en las playas de La Guaira con una careta y unas chapaletas, agarrando cualquier animal que me encontrara en el mar. Rodrigo me bautizó “Jacustona” (parafraseando el nombre de Jack Custeau). Y amé cada rincón de este país maravilloso, de su mar, de su tierra, de sus llanos, de sus montañas, de su gente. Quizás el sentimiento comenzó a mermar un poco cuando en el 2002, 5 hombres armados entraron en la casa que con mucho esfuerzo mi familia había comprado en la playa y nos tuvieron más de una hora secuestrados. Sin embargo, cuando nacieron mis hijos, traté de enseñarles lo hermoso de Venezuela y de inculcarles el amor por esta tierra. Pero tengo que confesar que fracasé. Mis hijos no aman Venezuela como yo la amé a su edad y no lo hacen, porque es difícil amar a quien cada día te agrede, te ofende, te minimiza, te aterra. Mis hijos no disfrutan Venezuela, la padecen, y estoy segura de que a los hijos de muchos de nosotros les pasa lo mismo, y estoy también segura de que sus padres lo ven con la misma tristeza que lo veo yo.

Hace un tiempo tomé una decisión, una que me costó muchísimo. Decidí que mis hijos merecían tener una mejor vida y que para mi dolor, eso no ocurriría en Venezuela. Y desde ese momento, ellos y yo, hemos recorrido un camino difícil para llegar al día de hoy. Hace solo dos semanas estábamos frente a una maleta, decidiendo qué vida debíamos llevarnos y cuál no podíamos. Pasé las manos por mis cosas y me encontré decidiendo si podía llevar la engrapadora que era de mi bisabuelo, o mi caja de creyones Prismacolor, o aquel libro en el que mi querido Dr. Consalvi hizo una bellísima dedicatoria. A mis hijos les tocó despedirse de sus amigos, de sus maestros, de sus abuelos, de su papá… todos con palabras de buenos deseos para esconder un poco las lágrimas que produce la incertidumbre de no saber cuando los vas a ver de nuevo, cuánto van a crecer mientras tanto o en qué momento se convertirán en mujer u hombre, lejos de la que fuese su vida. Es duro, muy duro. Es duro dejar atrás a las personas que amas, que más feliz te hacen. No puedo decir que estamos tristes, porque no lo estamos. De hecho estamos muy esperanzados ante este nuevo reto y este nuevo comienzo. Mis hijos tienen sueños, expectativas, planes. Es solo que me hubiese encantado que las tuvieran viviendo en Venezuela.

Deseo profundamente que en la distancia aprendan a amar a este país que yo amé desde cerquita. Y que tal vez un día decidan que quieren volver, cuando Venezuela ya no los agreda y vuelva a ser la de mi niñez.

 

Hasta pronto Venezuela, ojalá algún día podamos reencontrarnos…

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