Mi abuela Bibi tenía en la parte de arriba de su closet, un pequeño maletín negro –que creo que en algún momento fue parte de esos regalos que vienen con una o dos botellas de alguna bebida y alguna otra cosa “a juego” como vasos, copas o sacacorchos— lleno de cartas. No de “epístolas”, debo aclarar, sino de juegos de cartas. La mayoría eran infantiles. Con el distintivo logo de letras raras que ponía “Fournier”, se leían títulos como Familias del Mundo, en el que había que reunir a la pareja de esquimales que estaban en una carta, con los niños esquimales que estaban en otra, o a la pareja de mexicanos, con sus respectivos hijos ataviados todos con trajes típicos; o Parejas de Animales, donde teníamos que unir las cartas del caballo y la yegua, el gallo y la gallina o el burro con la mula, cosa que años después descubrí que era un grave error, pero que de niña me parecía de lo más normal. También había otros juegos de cartas como Pasajes de la Biblia, en el que había que reunir todas las cartas que formaban una historia bíblica como la de El hijo pródigo, o La multiplicación de los Panes, y alguno que otro menos profundo como El Patito Feo, o Caperucita Roja, donde se trataba de formar las distintas secciones en la que el cuento se había dividido. El punto es que aquella maleta era para mí un conjunto de magníficos mundos, a los que accedía cuando Bibi la bajaba de encima de su closet y tenía la paciencia de sentarse con una hiperquinética niña a jugar por horas. Fue así como aprendí de religión, de distintas culturas, de colores, de números… y todo sin saber que estaba aprendiendo, porque para mis 7 u 8 años, no entendía el concepto de “aprender jugando”.
En esa misma maleta, había otro juego que nunca me llamaba la atención. A diferencia de las cajas de cartón coloridas, con ilustraciones infantiles y pequeñas de los otros juegos, esta era una caja plástica negra, en la que parecían caber dos de los juegos infantiles, uno al lado del otro y con la ilustración de una pintura de unos hombres que parecían estar reunidos en una escena que a mí no me parecía para nada divertida. Bibi nunca sacaba esa caja, nunca me hablaba de ella y nunca intentaba que jugáramos, hasta que un día yo, con más o menos 11 años, le pregunté por él. Su cara se iluminó un poquito y me explicó: “Ese es un juego que me regaló tu papá el año que tú naciste. No podemos jugarlo ahora, porque no pueden jugar solo dos personas, pero si quieres el domingo jugamos. Se llama Pintorama”. Y el domingo, que se reunía la familia a almorzar, Bibi sacó el juego y conocí Colecciones Pintorama o Pintorama, para los amigos. Para mí sorpresa, todos en casa se alegraron de la decisión. Quizás sonaré un poco dramática con esta afirmación, pero a partir de ese momento, cambió parte de mi vida y comenzó a forjarse mucho de lo que soy hoy, porque ese día comencé a enamorarme del Arte.
Colecciones Pintorama es un juego de cartas, cuya dinámica es básicamente la de “Vete a pescar”: yo te pido una carta, si la tienes me la das y juego de nuevo, si no, pierdo el turno y juega el siguiente y la finalidad es reunir un grupo de cartas iguales o parecidas, solo que en este caso, en vez de un grupo de números, o palo de la baraja o color, se trata de colecciones de pintores. Entonces, en vez de pedir “dame todos los 6”, dices “dame La Virgen de las Rocas de Leonardo Da Vinci” y cuando reúnes toda la colección de Da Vinci, la bajas. Mi amor por el juego fue inmediato, lo jugaba con mi familia paterna, con mis amigos, con mi familia materna… jugábamos por horas, muchas partidas, todos se divertían y la pasábamos bien. Y así conocí a Picasso, a Da Vinci, a Corot, a Goya, a Velázquez, a Michelena y a muchos más. Una vez, jugando con amigos de mi tío Rafi, uno de ellos —Tuto—, se quedó sin cartas y siguió jugando, pidiendo las cartas que había memorizado ¡Fue un descubrimiento! ¡si memorizaba las cartas, podía jugar más tiempo! Descubrí entonces que la foto en la caja era Jesús y los mercaderes de El Greco y comencé a pasar tiempo tratando de identificar las imágenes ya borrosas de aquellos cuadros magníficos, en aquella representación del tamaño de una carta y aprendiendo las obras y los nombres de los pintores. Buscaba desesperada, cada vez que conseguía un libro de arte, si había alguno de los cuadros del juego en un tamaño más grande, y así conocí otros cuadros y otros pintores.
La primera vez que vi uno de los cuadros “en vivo”, fue en un paseo que hice con mi otra abuela, la Nena, a mis 12 años. Fuimos al Museo de Ciencias Naturales, a visitar a mi tío Lancini y al salir, la Nena me dijo que quería enseñarme algo. Cruzamos la plaza de los Museos hasta la Galería de Arte Nacional y luego de pasar varias salas, me dijo “mira”… y ahí estaba: Miranda en La Carraca, de Arturo Michelena. Ya no era esa imagen borrosa de la carta, era un cuadro enorme –a mi parecer– y pude detallarlo y admirarlo. Pero también estaba El Niño Enfermo, La Caridad y La Vara Rota. Y caminando un poco más me encontré con La Miseria, La Taberna y El bautizo de Cristóbal Rojas. Todos estaban en Pintorama. Ese día, nos solo vi la maravilla de los cuadros, también entendí que cuando en el juego de cartas, debajo del nombre del cuadro ponía “Museo de Louvre” o “Museo del Prado” o “Galería Uffizi”, se refería a un lugar único y mágico en el mundo, donde esa figura borrosa que yo veía en la baraja, se convertía en una realidad enorme que podía ver y disfrutar. Y así gracias a la acción conjunta, aunque no premeditada (creo yo), de mis dos abuelas, comenzó mi amor por los museos.
Cuando “apareció” internet, mis primeras “navegaciones” fueron buscando los Museos del mundo. Recuerdo claramente cuando El Prado activó su página web. Tenía al alcance de un click a La Maja Desnuda y a su par menos impúdica. Podía ampliar y detallar las pinceladas de Rubens (mi pintor favorito) y verlas al tamaño del monitor. Busqué y busqué las imágenes y me topé con aquel Jesús y Los Mercaderes que cubría la caja que tantas maravillas me había enseñado y que estaba en la Galería de Arte Nacional de Londres.
El juego de cartas se había ido deteriorando. Me cansé de buscarlo en todas partes. La caja tenía un número telefónico de Caracas que solo tenía 6 números y ya no existía. En internet no había ni rastro. Lo sacaba ocasionalmente para que jugáramos en familia o con amigos cercanos, con la respectiva advertencia de “cuidado con las cartas”. Decidí comenzar a hacerlo, pero iba agregando y agregando cartas sin saber por cuáles decidirme.
Más tarde tuve la oportunidad de visitar El Prado y ver La Meninas, El Conde-Duque de Olivares, La Fragua de Vulcano, 2 de Mayo… y muchos más de los cuadros que veía en Pintorama.
El Toledo vi El entierro del Conde de Orgaz y El expolio, entre otras obras de El Greco.
Enseñé a mis hijos a jugar y les sembré la curiosidad de ver esas maravillas “en persona”. Los había llevado en Caracas a la GAN, pero todavía eran pequeños y no habían jugado el juego. Ya más grande los llevé al Prado y se emocionaron conmigo al ver a aquellos “amigos” allí, frente a ellos: El Martirio de San Andrés y La Inmaculada de Bartolomé Murillo, El Cacharrero de Goya, Venus y la Música de El Tiziano…
Recorrí Uffizi viendo las maravillas de obras de arte y buscando aquellas con las que crecí: El Nacimiento de Venus de Sandro Boticelli, La Anunciación de Leonardo da Vinci, La Coronación de la Virgen de Fra Angélico…. Me emocioné y el guía se emocionó conmigo al verme llorar, quizás pensando que lo hacía por lo “sublime” del arte, sin entender que en realidad, lo hacía por el reencuentro con tantos amigos de mi infancia.
Decidí retomar la idea que tuve hace tiempo de hacer el juego para buscar la forma de imprimirlo. Tengo cientos de cartas hechas con nuevas obras de los mismos pintores, nuevos pintores y hasta una versión con esculturas y espero poder decidirme a cuáles poner y hacer una versión para continuar jugando.
Hace poco, mis hijos y yo, estuvimos en Louvre (La Gioconda de Da Vinci, La Bella Jardinera de Rafael, Vista de Marisel de Corot, Autorretrato de Rembrandt, El Hombre del Guante de El Tiziano) y D’Orsay (Emilo Zolá de Edouard Manet, La Bailarina del Ramillete de Degas, Los Jugadores de Cartas de Paul Cezanne). Caminaron kilómetros dentro de esos museos, cansados, con calor, pero escucharon y celebraron cada uno de mis momentos de emoción, de mis explicaciones, de mis suspiros de admiración. Reconocieron muchos de los cuadros o los pintores del juego sin que yo les dijera y se encontraron a su vez, con su propio gusto por el arte.
Faltan muchos museos y muchas obras por ver, pero me siento feliz de que lo que un día una de mis abuelas comenzó a través de un simple juego de cartas y la otra continuó parándome frente a un cuadro, he podido sembrarlo en mis hijos. Un legado que sé que será para toda la vida.
Gracias Bibi, gracia Nena.